Componer Música En Toque De Queda
Casi dos décadas de dictadura acallaron una de las mejores generaciones de músicos en Chile. Pero durante la década de los ‘80, en sus últimos años en el poder, la ignorancia cultural de los militares no supo identificar a una nueva generación que sentó las bases del renacer de un movimiento que hoy no deja de florecer. Hablamos con cuatro de ellos
Hoy es muy común encontrar artículos en revistas o sitios web sobre la cada vez más activa escena independiente chilena. Por primera vez se puede ver que varios artistas nacidos y criados en este país, ubicado al fin del mundo, están teniendo impacto e influencia regional. Algo que quizás no representa la misma emoción para quienes viven fuera de él como para quienes lo habitan, principalmente porque no tuvieron que lidiar con el casi total exterminio cultural ocurrido hace no mucho tiempo.
Ocurrió el 11 de septiembre de 1973 para ser exactos, cuando las tropas de las fuerzas armadas, comandadas por Augusto Pinochet, decidieron terminar por la fuerza el gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Lo que siguió en los meses venideros fue una persecución sanguinaria de todos quienes tuviesen algo que ver con las ideas del gobierno saliente. Por supuesto, varios de ellos eran artistas.
La dictadura de Pinochet acabó casi por completo con una de las generaciones más activas que había visto Chile, agrupada mayormente bajo la etiqueta de “La Nueva Canción Chilena”. Algunos tuvieron la suerte de estar girando en Europa en ese momento, salvando su pellejo; otros, como el principal referente local Víctor Jara, fueron apresados días después del golpe militar y asesinados luego de ser torturados cruelmente.
Eso provocó una herida difícil de sortear. Lo que siguió durante esa década fueron esfuerzos aislados de músicos por seguir haciendo música en los distintos países que acogieron exiliados. Los que se quedaron tuvieron que aceptar ser censurados o bien retirarse. Ningún sonido remotamente andino era aceptado por los militares. En su lugar se puso música inofensiva y liviana, carente de mensaje social o político.
Después del toque de queda hubo una ley que tenía que ver con el estado de emergencia que vivía el país: si tú andabas con más de cinco amigos, eras inmediatamente detenido y fiscalizado.
Eduardo “Lalo” Meneses (47) bien puede ostentar el título del primer rapero que hubo en Chile. Junto con Panteras Negras, el grupo que comenzó a liderar durante la segunda mitad de los ‘80 y que fusionaba rimas sociales con bases de new jack swing, retrató como pocos la realidad de los barrios más marginales y periféricos de Santiago. Antes de eso, se acercó al género a través del baile, siendo también uno de los primeros en dedicarse al breakdance, en un momento en que caminar por la calle con más gente era motivo suficiente de sospecha para la policía.
“Después del toque de queda hubo una ley que tenía que ver con el estado de emergencia que vivía el país: si tú andabas con más de cinco amigos, eras inmediatamente detenido y fiscalizado. En el ‘83 iba caminando por el centro con un grupo. Uno de ellos me grababa cassettes de la época, de breakdance o de funk. Pero en la mochila tenía uno de Sol y Lluvia, así que cuando nos paró la policía y nos fiscalizó, nos empezaron a apalear ahí mismo. Escuchar Sol y Lluvia, Violeta Parra, Illapu o Víctor Jara era sinónimo de que te pegaran,” recuerda. Si algo como eso era considerado ofensivo, nombrar a tu banda Pinochet Boys era derechamente una provocación. Miguel Conejeros (47), co-fundador del cuarteto de punk electrónico y activo como productor electrónico hasta el día de hoy bajo el alias F600, define los años de actividad de la banda – entre 1983 y 1986¬ – como algunos de los más peligrosos de la dictadura.
“Cuando tocábamos no podíamos poner un afiche para promocionar, porque era invitar a la policía a que llegara. Una vez estábamos en lo que hoy es el Club La Feria y nos cortaron la luz, pero seguimos tocando porque teníamos instrumentos acústicos, como tambores de aceite o cadenas. Pero sí hubo un momento en que nos tuvimos que ir del país porque se empezó a poner difícil. Teníamos un auto con vidrios polarizados afuera de la casa constantemente,” el cuenta.
Ese mismo riesgo y precariedad también tuvo su parte buena. Al no tener dónde tocar, las bandas inventaban espacios. Y al no tener mucho dinero para comprar instrumentos muy ostentosos, la creatividad alcanzó un punto alto. “Muchas veces nos enchufábamos todos a un solo amplificador. Era súper precario todo, tocábamos con lo que teníamos y como podíamos. Eso nos jugaba a nuestro favor para ser más creativos. Inventábamos percusiones. A veces recogíamos latas y las golpeábamos; otras, rompíamos cristales. No nos limitábamos por no tener los medios. Todo lo contrario”, explica Conejeros.
En paralelo, los primeros samplers y sintetizadores comenzaban a llegar a un par de tiendas especializadas que las importaban. Eso favoreció a que gente que no tenía mucha instrucción musical, o que no sabían bien cómo tocar instrumentos, pudiese aproximarse de manera intuitiva a expresar su descontento con música.
Uno de ellos era Carlos Cabezas (59), ingeniero eléctrico que se desempeñaba como controlador de tránsito aéreo y que fundó Electrodomésticos junto a dos amigos, la seminal banda cuya música se improvisaba con lo que tenían más a mano, además de samplear lo más delirante de la televisión oficialista.
“Había un hoyo negro cultural que produjo un espacio en el que se activaron otras capacidades para ver oportunidades en lugares desolados. Así te atreves a hacer cosas porque no existen los contrastes que hacen que te autocensures. Nosotros éramos un grupo sin baterista y era impensado presentarse así, pero en este desierto artístico sí se podía. En un contexto normal quizás no hubiésemos aparecido como grupo,” asume el hoy también productor.
El sonido no era lo único diferente que incorporaron estos distintos nombres. A mediados de los ‘80, la mayor parte de la música era abiertamente de derecha o de izquierda, como casi todo venía siendo desde 1973. O incluso antes. Eso comenzó a cambiar con esta nueva generación.
“Mi familia participaba mucho en la cosa social anti dictadura, pero en un minuto ya me dolía el tímpano con eso del Canto Nuevo. Era muy doloroso. Me metí así en la calle y sin entender las letras entendía a través de otras cosas, como los arreglos o el baile. Ya después, diccionario en mano, empecé a traducir y todo me hizo sentido”, cuenta Lalo Meneses.
“Nosotros estábamos al otro lado de lo que había en la época. Para nosotros el lenguaje de la canción protesta estaba agotado y en general ese lenguaje ideológico y político que estaba tan exacerbado en la época lo veíamos muy distante. Actuábamos bajo un instinto de supervivencia y eso producía estas manifestaciones artísticas que se daban también en el teatro. Había una posición política en el sentido de que ya la situación social no resistía el sentido común. Ninguno de nosotros era ya ni de derecha ni de izquierda, ni nada de eso. Ya era más allá del argumentar o fundamentar. Era ya a nivel de piel lo que te decía que el toque de queda no podía existir. En términos sociales nuestra reacción era distinta, totalmente visceral,” argumenta también Cabezas.
Algo que complementa más enfáticamente Miguel Conejeros: “Acá era todo súper aburrido con la juventud. No pasaba nada. Estaba todo el lloriqueo del Canto Nuevo y toda esa historia, que en esa época no nos representaba. Por ningún lado era parte nuestra. Queríamos otra cosa, algo más colorido. Hoy es normal, pero en esa época era muy poco común ver alguien con el pelo cortado como nosotros o con aros. Y el fascismo estaba tan arraigado en la gente que un par de veces nos tiraron piedras por ir así.”
Entonces comenzaron a confluir distintas disciplinas artísticas con un fin similar. Así nacieron las Cleopatras, un cuarteto multidisciplinario que combinaba obras de teatro con danza y música, que venían de un sector más acomodado de la ciudad. Una de ellas estaba casada con Jorge González, leyenda de la música chilena y principal compositor de Los Prisioneros, quien vio en ella un vehículo para combatir el machismo imperante.
Cecilia Aguayo (57) es doctora y tecladista. Hoy vive en Santiago con Uwe Schmidt, o Atom TM, y formó parte de Los Prisioneros. Años antes de eso fue parte de Cleopatras, experiencia que comparó a empezar a vivir la vida en colores después de haber estado en blanco y negro. Sus gustos musicales giraron desde íconos del Canto Nuevo como Isabel Parra o Santiago del Nuevo Extremo a referentes modernos como the Human League o New Order. Y, junto con la música, eligieron el erotismo para provocar.
“Aunque éramos muy chicas, en esa época la provocación era para nosotras un leitmotiv. Tanto a los orígenes de uno como a la situación social del momento. Era una experimentación. Por ahí iban nuestros impulsos. Era una época en la que el erotismo podía ser una rebelión política. Nuestra propuesta estética y nuestras temáticas eran una reacción a lo que estábamos viviendo. La parte ideológica se estaba incubando en nosotras. Todo era más intuitivo”, cuenta, al mismo tiempo que recuerda que la fórmula no cayó bien en todos los sectores: “Yo creo que sí fuimos criticadas, pero a mí no me llegó. Eso apareció con el tiempo. Lo nuestro era un feminismo femenino. No éramos santas de la devoción del más ortodoxo o de las lesbianas. Les cargábamos a las mujeres por nuestro erotismo.”
Afortunadamente para los músicos jóvenes de la época, la dictadura de Pinochet era conocida por su ignorancia cultural, que sólo veía como peligroso a la música de izquierda y a los sonidos folklóricos o andinos. Muchas de estas nuevas manifestaciones -entre los que se encontraban, además de los mencionados, algunos otros como Aparato Raro, Fiskales Ad-Hok, Índice de Desempleo, Upa! o Emociones Clandestinas- pasaban bajo el radar de los militares por usar instrumentos “raros”: sintetizadores, samplers o guitarras eléctricas. Y, al no hacer alusiones directas en sus letras, se salvaron de la censura.
“Una de las ventajas que pudimos tener era que nadie nos tomaba muy en serio, ni pensaba que lo que estábamos haciendo pudiese tener algún efecto social de protesta. Eso nos ayudó a desarrollar lo que hicimos desde una posición política más visceral, pero con una postura clara con lo que estaba pasando,” reflexiona Cabezas.
No andábamos con consignas políticas de izquierda, sino que predicábamos que éramos libres y queríamos pasarlo bien.
Y Conejeros complementa: “Yo creo que no sabían cómo tomarnos. Era tal el shock cuando nos veían. Una vez los pacos nos agarraron camino a Viña del Mar por sospechosos, por cómo andábamos vestidos, y al rato nos soltaron porque no sabían qué hacer con nosotros. No andábamos con consignas políticas de izquierda, sino que predicábamos que éramos libres y queríamos pasarlo bien. Éramos jóvenes que queríamos usar nuestros espacios de libertad”.
Esa sensación era compartida por una parte de la juventud local que finalmente tenía referentes propios modernos a los que volcarse a la hora de escuchar música. Equivalentes a lo que sonaba en Estados Unidos, Inglaterra o incluso el vecino Argentina. Músicos que iniciaron el renacer musical chileno y que instalaron las bases de la lenta recuperación de una identidad. Una que hoy ya no se renueva cada diez o 15 años, sino que cada dos o tres.
Si hoy se mira a Chile en la región como un exportador de pop independiente, rock psicodélico, música electrónica o hip-hop, buena parte se explica en la inventiva y osadía de quienes se jugaron el pellejo por exigir el derecho a usar su libertad y crear con lo que tenían a mano. Una generación que, ni más ni menos, se atrevió a hacer música en dictadura.